Con un cuenco hecho de un cuerno de toro, lavábamos arena de ciertos lugares hasta que se sedimentaba un poco de mineral al fondo, para luego ponerlo al fuego en una cuchara de fundición.
Cuando el mineral era pasado por el fuego, flotaba una espuma amarillenta como un estropajo que se retiraba, esa era la escoria. Al fondo quedaba el oro que terminaba como una pepita no más grande que balín de rifle de feria.
Cuando veo que en medio de la prueba nuestra humanidad se hace manifiesta, no puedo sino recordar aquellas tardes al lado de Don Adolfo, en las que el mineral al calor del fuego se separaba en oro o escoria.
por: Miguel Quintero
Twitter: Owiruame
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